domingo, abril 10, 2022

Fluir



Nos gusta tener la falsa sensación de control sobre las cosas. Como si el orden que le damos al mundo a través de la razón fuera el mundo, como si nuestros razonamientos y argumentos alcanzaran a tocar la realidad más allá de la imagen que de ella tenemos en la conciencia.

Creemos en la diosa Palas Atenea, la sabiduría que nace directamente de la cabeza de Zeus, pero queremos ignorar a Cronos y a Caos, que les preceden en tiempo y en importancia.

Pronto en la vida, si bien nos va, nos damos cuenta de que querer controlar la realidad es una empresa vana. Poco a poco reducimos los límites de lo que buscamos mantener bajo el orden de la razón y finalmente concluimos que nada de lo exterior está sujeto a nuestra voluntad.

El desencanto es terrible y terrible también es su consecuencia. Como nos reconocemos impotentes ante la realidad exterior, ante los hechos del mundo, ante el ir y venir de eventos fortuitos, de otras voluntades que son volátiles e inestables, nos ensañamos con nosotros mismos.

Nos aferramos a esta esperanza de control e intentamos ejercerlo sobre nosotros mismos. Nos imponemos una disciplina absoluta para intentar ser los que queremos ser, los que tenemos en mente; sacrificamos lo necesario para acercarnos a la idea que tenemos de nosotros mismos.

Pero ese control es también una ilusión. Somos animales de impulsos, de instintos, de caprichos. Por la noche, cuando nos quitamos la máscara de razón que nos ponemos para salir al mundo y quedamos a oscuras con nuestros pensamientos y sentimientos más profundos, nos reencontramos con nuestras propias contradicciones.

Tampoco a nosotros mismos nos podemos gobernar. No hay control sobre lo que sentimos, pensamos o somos. Estamos aquí, sin ser dueños de absolutamente nada, esforzándonos constantemente en contener entre los dedos una realidad más líquida que el agua.

El amor, al igual que cualquier otro sentimiento, al igual que cualquier otra cosa en la vida, es una inevitable fuente de incertidumbre porque tampoco podemos controlarlo. Por eso es mejor soltar la idea del control, la idea de que con la razón podremos controlarlo y controlarnos a nosotros mismos.

Por eso hay que respirar hondo, dejar que fluya todo e irnos con todo. Al amor hay que entrarle con todo, como si fuera a durar para siempre, como si nos fuera a hacer la persona más feliz de la Tierra, como si no hubiera nada que podamos hacer para evitarlo porque, a fin de cuentas, es así, no podemos.

lunes, agosto 09, 2021

Los amigos y el desierto

A mis amigos. 
Ustedes saben quiénes son.

Cuando vemos la complejidad del mundo y las dificultades que debemos superar en la vida, nos gusta equipararla con la jungla. Nos imaginamos amenazas que se ocultan tras cada árbol, debajo de cada planta desconocida, entre el follaje y la maleza. Comparamos a los demás y nos comparamos nosotros mismos con animales salvajes, guiados por el instinto de supervivencia, dispuestos a lo que sea para prevalecer y prosperar en un ambiente violento, hostil, despiadado. Le creemos al que sentenció que la sociedad es una guerra de todos contra todos.

Con los años vamos aprendiendo que la mayoría de los obstáculos que nos imaginábamos ni siquiera existen; que las amenazas que veíamos eran espejismos, de esos que desaparecen cuando te acercas, porque más que sobrevivir a una jungla, la vida se parece a recorrer un desierto. Nos enfrentamos a enemigos intangibles, lejanos: el sol, el calor, la soledad. Conforme pasan los años, estamos cada vez más solos con nuestra certeza de que lo único que nos espera allá en el horizonte es la muerte.

Aunque suena a tragedia, no lo es. Los que hemos estado alguna vez en el desierto sabemos que no hay ningún imposible. Cuando cada día es un milagro, nos acostumbramos a recibirlo, y lo improbable se vuelve nuestra cotidianidad. Nos endurecemos porque es necesario, porque el desierto es así: nos engulle, nos abruma, nos somete a condiciones extremas. Y allá, al límite de nuestras capacidades, tenemos que encontrar la paz, la tranquilidad para seguir con nuestras vidas. La guerra no es de todos contra todos, sino de cada uno consigo mismo.

El desierto es absoluto, lo abarca todo. Adonde voltees no hay más que arena y sol. ¿Para qué caminar? ¿Para qué buscar una salida que no existe? Daría lo mismo dar vueltas en círculos. Finalmente lo entendemos así y nos resignamos a ello. Poco a poco vamos reconociendo las dunas que ya caminamos muchas veces, los cactus que hemos visto en nuestro andar y, a pesar del absurdo, empezamos a considerar como nuestro hogar a este lugar inhóspito.

Como a todo hogar, nos adaptamos a él. Le vamos conociendo sus mañas. Nos brincamos el escalón que rechina al pisarlo, tenemos cuidado al abrir la ventana que se traba, ignoramos el quemador de la estufa que no prende. También tenemos nuestros rincones favoritos, a los que regresamos después de un día cansado, donde podemos recostarnos, cerrar los ojos y olvidar el mundo abrasador de allá afuera.

Tiene el desierto feroces tardes de verano, pero también sus oasis, también sus resguardos. En el desierto que cada uno recorre, esos oasis son nuestros amigos. Pequeños milagros que nos vamos encontrando esporádicamente y que nos salvan la vida, o nos la hacen más llevadera. Preciosos refugios a los que volvemos en tiempos difíciles y que siempre están ahí para protegernos de los peligros del calor y la soledad.

Es cierto que recorremos el camino de la vida en soledad y silencio, y es verdad que moriremos solos. Pero también es verdad que aunque nos estamos secando poco a poco, puede haber algún breve consuelo, una efímera sensación de seguridad y esperanza, siempre que tengamos amigos que sean para nosotros un oasis en este desierto.

domingo, junio 20, 2021

Aprender a caminar

 Llegamos al mundo indefensos. Dependemos de la buena voluntad de uno o varios terceros que dedicarán parte de su tiempo a atender nuestras necesidades para que podamos sobrevivir. Adivinarán, o intentarán adivinar lo que nos hace falta para estar bien. Nos acompañarán día a día para acercarnos comida, agua, un refugio al que algunos años después llamaremos hogar.

 

En cada etapa de nuestra vida estarán ahí para anticipar necesidades de las que todavía no somos conscientes. Nos enseñarán a atarnos las agujetas. Nos susurrarán secretos para vencer los miedos. El miedo a la oscuridad, el miedo a los otros, el miedo a cualquier cambio. Gracias a ellos llegaremos a ser autosuficientes, independientes.

 

Con el mismo amor con el que nos cuidaron, nos incitarán a irnos de su lado para que encontremos nuestro lugar en el mundo. Nos iremos, y allá lejos, los extrañaremos. Volveremos para, a su lado, aprender de nuevo a hacer cosas de las que nos creíamos incapaces.

 

Las circunstancias de nuestra vida siempre serán otras, nuevas, laberintos para los que necesitaremos la ayuda de un tercero que esté dispuesto a sacrificar parte de su tiempo por nosotros.

 

Ese o esos terceros siempre estarán ahí para ayudarnos. Ya sean los mismos que estuvieron con nosotros desde el principio, u otros. Los rostros cambiarán, quizá, pero la figura permanecerá por siempre. Adonde volteemos, habrá alguien que esté dispuesto a regalarnos una sonrisa, un consejo, una mano para que nos apoyemos en el incierto camino de la vida.

 

Incluso cuando volteemos al espejo, nos daremos cuenta de que nosotros también nos hemos convertido en el que ofrece su mano a otros que la necesitan.

 

Siempre estamos aprendiendo, adaptándonos a los cambios que vivimos. Aunque nos aterran, tenemos el consuelo de los otros. 

Sabemos que siempre podremos llegar con ellos, los que se anticipan a nuestras necesidades, y que nos tomarán de la mano para guiarnos por el mundo, ese mundo que para ellos es ya una rutina, un camino transitado y viejo, pero que para nosotros es una incógnita indescifrable.

 

Caeremos las veces que tengamos que caer, pero con su ayuda nos levantaremos, como nos hemos levantado tantas veces desde que nos dieron la mano para enseñarnos a caminar.

sábado, junio 19, 2021

El camino


'Los caminos del señor' nos traen y nos llevan a lugares que a veces resultan maravillosos, llenos de gente preciosa que nos hace la vida más ligera; pero también a lugares oscuros, fríos, alejados de su mano, en los que tenemos que enfrentarnos a situaciones que nos hacen creer que quizá sería mejor rendirnos.

Por eso decimos que sus caminos son misteriosos: nunca sabemos a dónde conducen. Nos acercan a gente que creíamos muy lejana y nos separan de quienes un día fueron nuestro todo. Nos alejan de y nos vuelven a acercar a nuestra gente, a los poquitos que avanzan cerca de nosotros sin que nos demos cuenta por caminos que algunas veces se cruzan y hasta se confunden con los nuestros.

Mientras recorremos esos caminos, buscamos lo que nos dicen que debemos buscar y que parece escapársenos cada vez que creemos haberlo encontrado: la felicidad. En cada vuelta inesperada, en cada cambio de sentido, detrás de cada árbol vislumbrado a la lejanía, queremos verla materializada, sólida, inequívoca, y en cada ocasión nos desilusiona un poco cuando se nos vuelve a esfumar.

Un día lo entendemos: la felicidad no se busca, no está más adelante en el camino. La felicidad es recorrer el camino y darnos cuenta de que no hay manera de salir de él. La felicidad es abrazar este efímero trayecto y sonreír cada vez que podamos.

Pero la felicidad, al igual que el trayecto que la representa, es efímera y en su esencia incluye también a todos sus contrarios. La felicidad, aunque parezca contradictorio, también es llorar cuando hace falta, también es sufrir y trabajar y perder todo lo que alguna vez amamos.

El camino es absoluto y nos lleva a donde nos lleva, a los lugares que nos reconfortan y a los que nos asustan, a los que nos regalan noches de sueño tranquilo y a las que no nos dejan dormir por la preocupación, a los que alguna vez recordaremos con un suspiro y a los que querremos olvidar apenas los dejemos atrás.

Los caminos del señor son misteriosos, no sabemos a dónde nos llevarán y debemos recorrerlos para conocerlos, con la esperanza de que los lugares buenos justificarán haber pisado también los malos, con la esperanza de que los días de sol nos hagan olvidar los de lluvia, con la esperanza de que al llegar al final podamos decir que la felicidad sí fue para nosotros haberlos recorrido.

miércoles, febrero 03, 2021

¿Alguna vez han visto un Roble?


Todos lo hemos visto, sus características son conocidas ampliamente en todo el mundo. Crecen en el norte y en el sur, en climas fríos y también en el calor. Son apreciados por su fuerza y resistencia.

Su nombre viene de la palabra robur, y la empleaban los romanos para designar a cualquier tipo de madera dura y de gran solidez. Así que no es coincidencia que en latín “roble”, “fuerza” y “apoyo” se expresen con esta misma palabra: decían ROBUR para hablar de la fuerza física y de la fuerza moral.

Los robles fueron usados para fabricar herramientas mucho antes de que éstas fueran hechas con hierro. Sus hojas son redondas y suaves, y se renuevan cada año dejando atrás cualquier rastro de sus duros inviernos.

El roble enraiza profundo y por su majestuosa presencia muchas culturas lo tomaron por árbol sagrado.

Hablo de un árbol y hablo también de Lupita, a quien amamos y conocimos por su fuerza y resistencia. Su nombre fue sinónimo de solidez y apoyo; encarnó, desde la más remota antigüedad de nuestra familia, lo que debía ser la fuerza física y moral.

Venimos de su raíz profunda, central, enorme hacia dentro; y nos hizo crecer hasta su copa, altísima, frondosa, noble y protectora. La amamos porque para todos, en algún punto de nuestras vidas, o en nuestra vida completa, fue sombra fresca y renovadora.

Su fortaleza, nos hizo fuertes; su resistencia, nos hizo resistentes; y con su vida, que dio mucha más vida, nos enseñó a vivir.

Los robles pueden durar en la Tierra hasta 600 años; Lupita también lo hubiera logrado. Tuvo que venir una enfermedad para derribarla. Vaya fuerza, vaya roble.

Algunas leyendas antiguas dicen que quien llevaba un trozo de madera de roble consigo estaba protegido del mal. Esta enfermedad tremenda y despiadada no imaginó que se encontraría de frente con un roble como Lupita. Una mujer-roble que dio frutos por 93 o 600 años, y cada uno de esos frutos — los que tenemos en ella nuestro origen: sus hijos, sus nietos, bisnietos — estamos hechos por dentro de un trozo de su madera.

Lupita fue el roble del cual se enraizó nuestro mundo: ella fue la raíz y la copa, el tronco, las hojas y la sombra.

Vivamos entonces ahora, los que nos quedamos de este lado del sueño, como frutos dignos de su paso por la Tierra. No nos vamos a morir con su muerte, vamos a estar más vivos que nunca porque venimos de un árbol de 600 años que se renovará, a través de nosotros, invierno tras invierno.

Ahora, cuando digamos que Lupita tenía madera, sabremos que era de roble.

¿Alguna vez han visto un roble? Claro que lo hemos visto: nacimos de uno y de ella creció un robledal.

Hasta donde sea que estés dando fruto ahora. Te extrañaremos.

miércoles, enero 13, 2021

38 - 2


En un mundo perfecto, el azar no tendría cabida. Cada cosa tendría su lugar, su razón de ser. Imperaría el orden y nada nos sorprendería. Todo saldría siempre según el plan, y siempre habría uno. En este mundo imperfecto, donde todo es siempre un caos y hasta los planes mejor pensados se derrumban ante el menor imprevisto, nos queda el consuelo de las casualidades.

De vez en cuando nos sorprende la alegría de sonreír ante una coincidencia, cuando dos eventos o circunstancias que no tienen nada que ver entre sí parecen alinearse y desenvolverse en perfecta armonía. Llevas días pensando en una canción, por ejemplo, y luego la escuchas en un programa que estás viendo en la televisión. O sueñas con alguien y al día siguiente esa persona te manda un mensaje diciéndote que se acordó de ti.

Estas pequeñas coincidencias nos reconfortan porque nos dan la remota esperanza de que al final sí existe un orden al cual podemos aferrarnos en el aparente caos que es el mundo. Treinta y ocho son los años que cumplí hace apenas unas semanas, treinta y ocho son las mudanzas que habré hecho en mi vida.

Por diferentes circunstancias que me han perseguido desde niño, siempre he sido nómada. Siempre he tenido que irme pronto de todas partes, y cuando la partida es siempre inminente, el apego que desarrollas por cualquier lugar es mínimo. En ninguna de las casas en las que he vivido me sentí jamás en un hogar.

Muchas de mis cosas estuvieron siempre en cajas, esperando a que las moviera a mi siguiente destino. Al final, aprendí que no es necesario siquiera acumular, porque todos esos tiliches que para muchos representan recuerdos queridos, para mí representaban un estorbo, una inconveniencia al momento de la siguiente mudanza.

En la decoración nos expresamos, nos sirve como extensión de nuestra personalidad, nuestros gustos, a un espacio físico. Como siempre he estado casi listo para irme, siempre me pareció excesivo, innecesario, decorar mis espacios. Todo lugar que he habitado ha sido siempre genérico, sin alma, sin personalidad. Un lugar como cualquier otro, donde podría vivir cualquiera, o nadie.

Treinta y ocho mudanzas me han quitado la posibilidad de tener un sitio que pueda considerar mío, pero también me han abierto otras puertas que están cerradas para muchos. Haber errado por el desierto treinta y ocho años, aunque me parezcan ciento ocho, me ha posibilitado conocer a muchas personas distintas.

En cada lugar en el que he estado alguien me recibió y me dio la oportunidad de entrar a su mundo, al conjunto de lugares y personas que conforman su mundo. Por eso, aunque ninguno ha sido verdaderamente mío, he tenido muchos hogares.

Cuando me voy, no me voy del todo, algo de mí se queda. También me llevo conmigo algo de esas personas. Aunque ya no cargo cosas materiales, traigo conmigo un equipaje rebosante.

Todos esos recuerdos, todos esos fragmentos de vida que me acompañan y me reconfortan de tal manera en mis días difíciles, que me refugian de la tristeza cuando la melancolía me hace querer volver a ellos, que me hacen sonreír cuando desfilan aleatoriamente por mi memoria, son tantos y tan vívidos, tan reales, tan sólidos, que son como mis cuatro paredes, como el hogar físico que no tenía.

Muchas veces intenté quedarme. Intenté aferrarme a un lugar, hacerlo mío, echar cimientos, construir paredes, refugiarme para siempre bajo ese techo. De esto aprendí que las despedidas más difíciles son cuando decimos adiós a aquello donde con más entusiasmo pusimos el corazón.

Aprendí a la mala. Tuve que aprender. Ya no pongo el corazón en lugares, ni en las cosas que llenan esos lugares, pero sí en las personas que los habitan. El azar me ha llevado a caminos que jamás planeé recorrer, y la casualidad me ha hecho conocer gente a la que nunca hubiera conocido sin esas treinta y ocho mudanzas. Aunque a veces me parecía triste no desempacar, ahora me siento afortunado de tener un sitio al que propiamente pueda llamar hogar.

La fortuna, mi fortuna, radica en que no necesito volver a ningún lado, no necesito estar en un lugar específico. Acá adentro, donde están las cosas que verdaderamente importan, llevo a las personas que me han hecho feliz en mi recorrido a través del desierto. En mi corazón llevo el hogar que sí he podido construir y llevarme en cada mudanza sin esfuerzo: la amistad y el cariño de las personas a las que quiero.

jueves, diciembre 31, 2020

Abrazar a los que fuí


He cometido más errores en mi vida de los que puedo recordar. Esos errores, en la misma medida que mis aciertos, me han definido y me han convertido en la persona que soy.

Si pudiera volver en el tiempo y cambiar aunque sea una decisión de mi pasado, la más mínima, también me convertiría en otra persona. ¿Mejor o peor? ¿Con más o menos éxito? ¿Igual de feliz? Es imposible saberlo, la respuesta es una absoluta incógnita.

Pero además de ser una incógnita, es intrascendente. No importa quién pude ser, no importan las posibilidades que me he negado, no importan las puertas que yo mismo cerré conforme fui eligiendo el camino que me trajo a mí.

En todo momento elegimos con los recursos que tenemos a la mano. Hacemos lo que haga falta para sobrellevar el presente. Cada nueva decisión está conectada con todas las anteriores y es necesaria. En realidad siempre elegimos lo que está más cerca de nosotros, lo que se adapta mejor a nuestra esencia, sea o no lo más lógico.

Nuestro destino nos llama desde un futuro que nosotros imaginamos incierto, pero estamos atrapados en su red, recorremos un camino inexorable hacia nosotros mismos. No tenemos alternativa. Podemos responder lo mismo que Jehová cuando se le apareció a Moisés en forma de zarza ardiente y este le preguntó quién era: Soy el que soy.

Vivimos en una época hipócrita que nos exige empatía hacia los demás, pero a la que no le importa si nos olvidamos de nuestra propia historia. Nos exige ponernos en los zapatos de los otros para entender su dolor y perdonar sus errores, pero no le interesa si volteamos a vernos a nosotros mismos y a la serie de decisiones que nos trajeron hasta aquí.

Vivimos en una época que nos muestra la realidad a través de una pantalla, pero nunca a través de un espejo.

De nobis ipsis silemus. 
Acerca de nosotros mismos callamos. 
Sobre todo cuando se trata de nuestros propios errores. Nos avergüenzan, quisiéramos borrarlos, que no quede registro de ellos.

Quisiéramos ser infalibles y mostrarnos así ante el mundo que nos ve a través de una pantalla. Nos buscamos también nosotros en esa pantalla y aplicaríamos los filtros que fueran necesarios para borrar nuestras imperfecciones.

En lugar de asumir lo que somos y ser felices con ello, buscamos borrar, editar, eliminar cualquier rastro de las personas que hemos sido. Queremos ser una versión terminada, inmutable, eterna de nosotros mismos.

He cometido más errores en mi vida de los que puedo recordar, como todos, y seguiré cometiendo muchos otros todavía. Estoy lejos de la perfección, pero cada uno de los errores que cometí me convirtieron en quien soy.

Cada paso atrás que doy con la memoria me lleva a alguien distinto, pero también al mismo. Ese alguien es el puente entre mi pasado más lejano y mi presente. Un puente necesario que he ido construyendo con los años y que no pudo ser distinto.

A cada uno de los que fui le estoy agradecido en cierta forma, aunque haya tomado decisiones que no siempre fueron las mejores, porque sé que siempre fueron las más honestas.

Si pudiera volver en el tiempo y cambiar alguna decisión de mi pasado, la que sea, no cambiaría nada. Elegiría en todo momento haber sido los que fui para llegar a ser el mismo que soy. Elegiría y voy a elegir siempre abrazar a los que fui.

sábado, noviembre 14, 2020

38

Setenta y seis años no son muchos, ni pocos. En la escala cósmica no tienen importancia. Duran menos que un suspiro. Son, si acaso, un sueño que se olvidará al despertar. Nada quedará en la memoria del mundo de estos setenta y seis años, de cualquier conjunto de setenta años y seis elegidos al azar.

Razonablemente podemos decir que una vida humana dura setenta y seis años. Ayer cumplí cumplo treinta y ocho, la mitad de una vida. La mitad de un suspiro. La mitad de casi nada.

Pero setenta y seis años también es una cantidad inmensa de tiempo. Lo suficiente para diseñar y ejecutar una maravilla del mundo, o para escribir una obra maestra. En setenta y seis años puedes construir un imperio, y perderlo. En setenta y seis años caben cuatro generaciones: el búmer odia al equis, el equis odia al milenial, el milenial odia al centenial, y el centenial ya no sabe ni quién es, ni nada.

Hoy cumplo treinta y ocho, la mitad de una vida. La mitad de una eternidad.

Lo curioso del tiempo es que para cada uno transcurre a un paso diferente. Para mí, treinta y ocho años han sido como ciento ocho, y para alguien que ha vivido los ciento ocho realmente, quizá no le han parecido suficientes. El tiempo es una cuestión personal, íntima.

En mis ciento ocho años he hecho de todo. También lo he querido todo, aunque he tenido muy poco.

Alguna vez leí como si no hubiera mañana, luego me aborrecieron las ideas de los otros. Entonces me hice freelancer. Abandoné esta actividad, como abandoné muchas cosas. Abandoné ciudades y adopté otras. Caminé hasta olvidar de dónde venía y ahora no soy de ninguna parte.

Muchos adioses me han dolido más de lo que ahora estoy dispuesto a aceptar. Abandonar una vida es difícil porque es como morir y empezar de nuevo, desde cero.

Como he abandonado muchas vidas, he muerto muchas veces.

He tenido muchas muertes, todas distintas, aunque todas la misma. Morí de muertes violentas, obligado por las circunstancias, obligado por actos de dios que cambian los planes más queridos, que derrumban los sueños más sólidos. Morí aplastado por los escombros de una casa caída. Morí aplastado por la pesada rutina. Pero también morí una tarde sentado en mi mecedora al primer parpadeo de un sueño pesado. Morí muertes hermosas, espectaculares, de las que todavía se cantan himnos.

He sido héroe, he sido villano, he sido insignificante. Casi nunca pude elegir el papel que me correspondía representar porque al final muy poco está en nuestras manos y todo depende de factores externos. Uno es lo que va pudiendo con lo que trae encima. Y es difícil traer algo encima cuando se vive abandonando.

Cuando pienso, cuando de verdad me pongo a pensar, en que esto es apenas la mitad del camino, me siento muy cansado. Pero también tengo el consuelo de la experiencia. Todo lo que he tenido y perdido, todo lo que he sido y dejado de ser, se me acumula ahora en la memoria y me da todo lo que necesito para ver a la vida de frente, sin miedo, sin desesperación, sin ansiedad por un futuro incierto. Lo que ha de ser, será. De donde me he de ir, me iré.

La mitad del camino que me queda por delante es cuesta abajo, en varios sentidos. Seré viejo, sí, pero también seré el que sabe.

Sé que nada es importante, porque todo se termina. Sé que nada vale la pena, porque al final lo abandonamos todo. Sé que nada importa, nada, solo ser felices, porque la próxima muerte siempre está a la vuelta de la esquina, y cualquiera de esas podría ser la última, la definitiva. Y cuando llegue, sea hoy o en treinta y ocho años, la recibiré y la abrazaré como se abraza a quien estimas.

Hoy estoy un año más cerca de mi muerte, pero no le tengo miedo. Llevo una vida, muchas vidas, acostumbrándome a ella.

lunes, marzo 09, 2020

No busques la paz donde la pierdes


A cierta edad, tenemos claro que la fortuna más grande que puede perseguirse, es la paz. También a cierta edad, entendemos que la paz no se persigue, sino que se encuentra.


A cierta edad, sabemos que para encontrar cualquier cosa, hay que llevar a cabo ciertas acciones y esfuerzos significativos. También a cierta edad, comprendemos que no vale la pena trabajar por encontrar cualquier cosa.

Sabiendo eso, ponemos en marcha entonces nuestros esfuerzos para encontrar paz; sin embargo, a pesar de la edad, muchas veces creemos que vamos a lograrlo buscando en donde la perdemos.

En el amor que se fue, en los sueños que tuvimos, en las ilusiones que no serán, en las promesas que no se cumplieron, en los pactos que se quebraron, en los acuerdos dichos pero nunca hechos.

Buscamos ahí, nos esforzamos ahí, trabajamos por ello, por volver a tener lo que creímos que era la felicidad y ya no está. Nos desvivimos por vivir lo que no fue. Perdemos la paz.

Es en este comportamiento en donde radica la contradicción más grande del ser humano: buscamos la paz en donde la perdemos.

A pesar de que lo sabemos, de que llegamos a la edad en que ya lo entendimos, buscamos la paz en donde se nos va.

A cierta edad, confundimos aún recuerdos con deseos, anhelos con certezas, promesas con futuros. También a cierta edad, somos incapaces de percibir cuando estamos trabajando por encontrar algo donde no está.

Ningún tesoro fue encontrado donde nunca estuvo.

No busquemos la felicidad en donde la perdemos. Ahí no está.

No busquemos el amor en donde lo perdimos. Ahí no es.

No busquemos la paz en donde desaparece. Encontraremos lo contrario.

A cierta edad, estamos listos para entenderlo y también para ponerlo en práctica. Esa edad es cualquiera que sea, en el lugar que sea, en las circunstancias que sean.

No hay momento específico para encontrar la paz. Siempre es hoy.

La paz es una decisión.

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Si no encuentras la paz adelante, mira arriba, y si no está, mira atrás, y si no está, mira adentro.

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No te busques en donde te perdiste. Nunca estuviste ahí.

domingo, marzo 08, 2020

Entre no poder volver y no saber irnos


Y está uno ahí parado frente a esa terrible pero inevitable encrucijada a la que se llega siempre: no poder volver y no saber irnos.

El olvido, como decía Neruda, dura mucho más que el amor, y yo también lo creo. Es como las cicatrices que permanecen años aunque las heridas hayan estado abiertas pocos días. Pero de eso se trata querer, de estar dispuesto a la cicatriz que deja, y de llevarla como otra evidencia de que estuvimos vivos y nos atrevimos a todo.

No importa cuántas historias hayamos sobrevivido, la que sigue también nos dolerá. Y tampoco importa que sepamos que el amor no mata, porque igual se siente como que sí. Luego pasa que uno se va haciendo a la idea de intentar querer menos y olvidar más, y llega a cierta edad en la que la sola posibilidad de amar, causa más miedo que esperanza. He estado ahí.

Sin embargo, sucede; se vuelve a querer, vuelve a doler, y se vuelve a olvidar. Y ese aterrador proceso por el cual ya no estábamos dispuestos a pasar de nuevo, pasa. Y se da uno cuenta que sigue vivo y que sigue bien, que la otra persona se va alejando y que no se lleva nada que nosotros no hayamos querido darle, que construirá su vida así como nosotros la nuestra, y que en algún tiempo será apenas otra cicatriz.

De lo que estoy seguro, es de que cada persona, se quede o se vaya, cumple su objetivo, entendamos cuál era o no. El tiempo no cura nada pero aleja lo suficiente para que encontremos, en la distancia, las respuestas. Sé que es difícil soltar, sobre todo lo que ya nos soltó, pero es más difícil vivir amarrados a lo que no es nuestro.

Hace un tiempo decidí que no volvería a deshacerme por nada que no estuviera en mí, que si voy a quebrarme por algo, que ese algo sea yo, que si voy a aferrarme a algo, que ese algo se aferre a mí y que si voy a atreverme por algo, que ese algo se arriesgue por mí.

Deseo que suelten lo que ya los soltó, que todo lo que amen los ame, que todo lo que cuiden los cuide, que lo que esperen los espere, y que lo que busquen los busque. Ya no estamos en edad como para perdernos por alguien que no sabe a dónde va, y tampoco queremos deshacernos por algo que no nos construye.

El amor dura menos que la cicatriz que deja, es verdad; pero la decisión de quedarse entre no poder volver y no saber irse, es de cada uno.

Me gusta pensar que al final de nuestra vida estaremos a la distancia suficiente para ver cómo cada historia tuvo sentido, aunque doliera. Si nos fijamos bien, somos un cúmulo de cicatrices que evidencian nuestro paso por la vida de otros. Ese es el diseño.

Llegará el día en que otra historia se ponga, con determinación, frente a la nuestra para darle sentido a todo, y justo ahí, nos volveremos fuego, uno en otro, para quemar toda evidencia.