A mis amigos.
Ustedes saben quiénes son.
Cuando vemos la complejidad del mundo y las dificultades que debemos superar en la vida, nos gusta equipararla con la jungla. Nos imaginamos amenazas que se ocultan tras cada árbol, debajo de cada planta desconocida, entre el follaje y la maleza. Comparamos a los demás y nos comparamos nosotros mismos con animales salvajes, guiados por el instinto de supervivencia, dispuestos a lo que sea para prevalecer y prosperar en un ambiente violento, hostil, despiadado. Le creemos al que sentenció que la sociedad es una guerra de todos contra todos.
Con los años vamos aprendiendo que la mayoría de los obstáculos que nos imaginábamos ni siquiera existen; que las amenazas que veíamos eran espejismos, de esos que desaparecen cuando te acercas, porque más que sobrevivir a una jungla, la vida se parece a recorrer un desierto. Nos enfrentamos a enemigos intangibles, lejanos: el sol, el calor, la soledad. Conforme pasan los años, estamos cada vez más solos con nuestra certeza de que lo único que nos espera allá en el horizonte es la muerte.
Aunque suena a tragedia, no lo es. Los que hemos estado alguna vez en el desierto sabemos que no hay ningún imposible. Cuando cada día es un milagro, nos acostumbramos a recibirlo, y lo improbable se vuelve nuestra cotidianidad. Nos endurecemos porque es necesario, porque el desierto es así: nos engulle, nos abruma, nos somete a condiciones extremas. Y allá, al límite de nuestras capacidades, tenemos que encontrar la paz, la tranquilidad para seguir con nuestras vidas. La guerra no es de todos contra todos, sino de cada uno consigo mismo.
El desierto es absoluto, lo abarca todo. Adonde voltees no hay más que arena y sol. ¿Para qué caminar? ¿Para qué buscar una salida que no existe? Daría lo mismo dar vueltas en círculos. Finalmente lo entendemos así y nos resignamos a ello. Poco a poco vamos reconociendo las dunas que ya caminamos muchas veces, los cactus que hemos visto en nuestro andar y, a pesar del absurdo, empezamos a considerar como nuestro hogar a este lugar inhóspito.
Como a todo hogar, nos adaptamos a él. Le vamos conociendo sus mañas. Nos brincamos el escalón que rechina al pisarlo, tenemos cuidado al abrir la ventana que se traba, ignoramos el quemador de la estufa que no prende. También tenemos nuestros rincones favoritos, a los que regresamos después de un día cansado, donde podemos recostarnos, cerrar los ojos y olvidar el mundo abrasador de allá afuera.
Tiene el desierto feroces tardes de verano, pero también sus oasis, también sus resguardos. En el desierto que cada uno recorre, esos oasis son nuestros amigos. Pequeños milagros que nos vamos encontrando esporádicamente y que nos salvan la vida, o nos la hacen más llevadera. Preciosos refugios a los que volvemos en tiempos difíciles y que siempre están ahí para protegernos de los peligros del calor y la soledad.
Es cierto que recorremos el camino de la vida en soledad y silencio, y es verdad que moriremos solos. Pero también es verdad que aunque nos estamos secando poco a poco, puede haber algún breve consuelo, una efímera sensación de seguridad y esperanza, siempre que tengamos amigos que sean para nosotros un oasis en este desierto.
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