sábado, noviembre 14, 2020

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Setenta y seis años no son muchos, ni pocos. En la escala cósmica no tienen importancia. Duran menos que un suspiro. Son, si acaso, un sueño que se olvidará al despertar. Nada quedará en la memoria del mundo de estos setenta y seis años, de cualquier conjunto de setenta años y seis elegidos al azar.

Razonablemente podemos decir que una vida humana dura setenta y seis años. Ayer cumplí cumplo treinta y ocho, la mitad de una vida. La mitad de un suspiro. La mitad de casi nada.

Pero setenta y seis años también es una cantidad inmensa de tiempo. Lo suficiente para diseñar y ejecutar una maravilla del mundo, o para escribir una obra maestra. En setenta y seis años puedes construir un imperio, y perderlo. En setenta y seis años caben cuatro generaciones: el búmer odia al equis, el equis odia al milenial, el milenial odia al centenial, y el centenial ya no sabe ni quién es, ni nada.

Hoy cumplo treinta y ocho, la mitad de una vida. La mitad de una eternidad.

Lo curioso del tiempo es que para cada uno transcurre a un paso diferente. Para mí, treinta y ocho años han sido como ciento ocho, y para alguien que ha vivido los ciento ocho realmente, quizá no le han parecido suficientes. El tiempo es una cuestión personal, íntima.

En mis ciento ocho años he hecho de todo. También lo he querido todo, aunque he tenido muy poco.

Alguna vez leí como si no hubiera mañana, luego me aborrecieron las ideas de los otros. Entonces me hice freelancer. Abandoné esta actividad, como abandoné muchas cosas. Abandoné ciudades y adopté otras. Caminé hasta olvidar de dónde venía y ahora no soy de ninguna parte.

Muchos adioses me han dolido más de lo que ahora estoy dispuesto a aceptar. Abandonar una vida es difícil porque es como morir y empezar de nuevo, desde cero.

Como he abandonado muchas vidas, he muerto muchas veces.

He tenido muchas muertes, todas distintas, aunque todas la misma. Morí de muertes violentas, obligado por las circunstancias, obligado por actos de dios que cambian los planes más queridos, que derrumban los sueños más sólidos. Morí aplastado por los escombros de una casa caída. Morí aplastado por la pesada rutina. Pero también morí una tarde sentado en mi mecedora al primer parpadeo de un sueño pesado. Morí muertes hermosas, espectaculares, de las que todavía se cantan himnos.

He sido héroe, he sido villano, he sido insignificante. Casi nunca pude elegir el papel que me correspondía representar porque al final muy poco está en nuestras manos y todo depende de factores externos. Uno es lo que va pudiendo con lo que trae encima. Y es difícil traer algo encima cuando se vive abandonando.

Cuando pienso, cuando de verdad me pongo a pensar, en que esto es apenas la mitad del camino, me siento muy cansado. Pero también tengo el consuelo de la experiencia. Todo lo que he tenido y perdido, todo lo que he sido y dejado de ser, se me acumula ahora en la memoria y me da todo lo que necesito para ver a la vida de frente, sin miedo, sin desesperación, sin ansiedad por un futuro incierto. Lo que ha de ser, será. De donde me he de ir, me iré.

La mitad del camino que me queda por delante es cuesta abajo, en varios sentidos. Seré viejo, sí, pero también seré el que sabe.

Sé que nada es importante, porque todo se termina. Sé que nada vale la pena, porque al final lo abandonamos todo. Sé que nada importa, nada, solo ser felices, porque la próxima muerte siempre está a la vuelta de la esquina, y cualquiera de esas podría ser la última, la definitiva. Y cuando llegue, sea hoy o en treinta y ocho años, la recibiré y la abrazaré como se abraza a quien estimas.

Hoy estoy un año más cerca de mi muerte, pero no le tengo miedo. Llevo una vida, muchas vidas, acostumbrándome a ella.

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