miércoles, enero 13, 2021

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En un mundo perfecto, el azar no tendría cabida. Cada cosa tendría su lugar, su razón de ser. Imperaría el orden y nada nos sorprendería. Todo saldría siempre según el plan, y siempre habría uno. En este mundo imperfecto, donde todo es siempre un caos y hasta los planes mejor pensados se derrumban ante el menor imprevisto, nos queda el consuelo de las casualidades.

De vez en cuando nos sorprende la alegría de sonreír ante una coincidencia, cuando dos eventos o circunstancias que no tienen nada que ver entre sí parecen alinearse y desenvolverse en perfecta armonía. Llevas días pensando en una canción, por ejemplo, y luego la escuchas en un programa que estás viendo en la televisión. O sueñas con alguien y al día siguiente esa persona te manda un mensaje diciéndote que se acordó de ti.

Estas pequeñas coincidencias nos reconfortan porque nos dan la remota esperanza de que al final sí existe un orden al cual podemos aferrarnos en el aparente caos que es el mundo. Treinta y ocho son los años que cumplí hace apenas unas semanas, treinta y ocho son las mudanzas que habré hecho en mi vida.

Por diferentes circunstancias que me han perseguido desde niño, siempre he sido nómada. Siempre he tenido que irme pronto de todas partes, y cuando la partida es siempre inminente, el apego que desarrollas por cualquier lugar es mínimo. En ninguna de las casas en las que he vivido me sentí jamás en un hogar.

Muchas de mis cosas estuvieron siempre en cajas, esperando a que las moviera a mi siguiente destino. Al final, aprendí que no es necesario siquiera acumular, porque todos esos tiliches que para muchos representan recuerdos queridos, para mí representaban un estorbo, una inconveniencia al momento de la siguiente mudanza.

En la decoración nos expresamos, nos sirve como extensión de nuestra personalidad, nuestros gustos, a un espacio físico. Como siempre he estado casi listo para irme, siempre me pareció excesivo, innecesario, decorar mis espacios. Todo lugar que he habitado ha sido siempre genérico, sin alma, sin personalidad. Un lugar como cualquier otro, donde podría vivir cualquiera, o nadie.

Treinta y ocho mudanzas me han quitado la posibilidad de tener un sitio que pueda considerar mío, pero también me han abierto otras puertas que están cerradas para muchos. Haber errado por el desierto treinta y ocho años, aunque me parezcan ciento ocho, me ha posibilitado conocer a muchas personas distintas.

En cada lugar en el que he estado alguien me recibió y me dio la oportunidad de entrar a su mundo, al conjunto de lugares y personas que conforman su mundo. Por eso, aunque ninguno ha sido verdaderamente mío, he tenido muchos hogares.

Cuando me voy, no me voy del todo, algo de mí se queda. También me llevo conmigo algo de esas personas. Aunque ya no cargo cosas materiales, traigo conmigo un equipaje rebosante.

Todos esos recuerdos, todos esos fragmentos de vida que me acompañan y me reconfortan de tal manera en mis días difíciles, que me refugian de la tristeza cuando la melancolía me hace querer volver a ellos, que me hacen sonreír cuando desfilan aleatoriamente por mi memoria, son tantos y tan vívidos, tan reales, tan sólidos, que son como mis cuatro paredes, como el hogar físico que no tenía.

Muchas veces intenté quedarme. Intenté aferrarme a un lugar, hacerlo mío, echar cimientos, construir paredes, refugiarme para siempre bajo ese techo. De esto aprendí que las despedidas más difíciles son cuando decimos adiós a aquello donde con más entusiasmo pusimos el corazón.

Aprendí a la mala. Tuve que aprender. Ya no pongo el corazón en lugares, ni en las cosas que llenan esos lugares, pero sí en las personas que los habitan. El azar me ha llevado a caminos que jamás planeé recorrer, y la casualidad me ha hecho conocer gente a la que nunca hubiera conocido sin esas treinta y ocho mudanzas. Aunque a veces me parecía triste no desempacar, ahora me siento afortunado de tener un sitio al que propiamente pueda llamar hogar.

La fortuna, mi fortuna, radica en que no necesito volver a ningún lado, no necesito estar en un lugar específico. Acá adentro, donde están las cosas que verdaderamente importan, llevo a las personas que me han hecho feliz en mi recorrido a través del desierto. En mi corazón llevo el hogar que sí he podido construir y llevarme en cada mudanza sin esfuerzo: la amistad y el cariño de las personas a las que quiero.