domingo, abril 10, 2022

Fluir



Nos gusta tener la falsa sensación de control sobre las cosas. Como si el orden que le damos al mundo a través de la razón fuera el mundo, como si nuestros razonamientos y argumentos alcanzaran a tocar la realidad más allá de la imagen que de ella tenemos en la conciencia.

Creemos en la diosa Palas Atenea, la sabiduría que nace directamente de la cabeza de Zeus, pero queremos ignorar a Cronos y a Caos, que les preceden en tiempo y en importancia.

Pronto en la vida, si bien nos va, nos damos cuenta de que querer controlar la realidad es una empresa vana. Poco a poco reducimos los límites de lo que buscamos mantener bajo el orden de la razón y finalmente concluimos que nada de lo exterior está sujeto a nuestra voluntad.

El desencanto es terrible y terrible también es su consecuencia. Como nos reconocemos impotentes ante la realidad exterior, ante los hechos del mundo, ante el ir y venir de eventos fortuitos, de otras voluntades que son volátiles e inestables, nos ensañamos con nosotros mismos.

Nos aferramos a esta esperanza de control e intentamos ejercerlo sobre nosotros mismos. Nos imponemos una disciplina absoluta para intentar ser los que queremos ser, los que tenemos en mente; sacrificamos lo necesario para acercarnos a la idea que tenemos de nosotros mismos.

Pero ese control es también una ilusión. Somos animales de impulsos, de instintos, de caprichos. Por la noche, cuando nos quitamos la máscara de razón que nos ponemos para salir al mundo y quedamos a oscuras con nuestros pensamientos y sentimientos más profundos, nos reencontramos con nuestras propias contradicciones.

Tampoco a nosotros mismos nos podemos gobernar. No hay control sobre lo que sentimos, pensamos o somos. Estamos aquí, sin ser dueños de absolutamente nada, esforzándonos constantemente en contener entre los dedos una realidad más líquida que el agua.

El amor, al igual que cualquier otro sentimiento, al igual que cualquier otra cosa en la vida, es una inevitable fuente de incertidumbre porque tampoco podemos controlarlo. Por eso es mejor soltar la idea del control, la idea de que con la razón podremos controlarlo y controlarnos a nosotros mismos.

Por eso hay que respirar hondo, dejar que fluya todo e irnos con todo. Al amor hay que entrarle con todo, como si fuera a durar para siempre, como si nos fuera a hacer la persona más feliz de la Tierra, como si no hubiera nada que podamos hacer para evitarlo porque, a fin de cuentas, es así, no podemos.