Sonaban las campanas de la iglesia que queda a un tiro de piedra de mi casa.
Me preparo para salir a correr mientras miles de personas inician con una rutinaria condena que están obligados a seguir día tras día.
Muchos detienen la alarma; y en esos 5 o quizá 10 minutos que pasan en cama tratando de alargar lo inevitable, se convertirán en un mar de prisas, desayunos mal hechos, mal humor y mucho tráfico. En esta ciudad es algo de todos los días. Esa misma rutina, la que destruye lentamente, la que les carcome las esperanzas y aquella que lentamente destruye los sueños. Esa, es la misma que hace que se busque en un afán desmedido y con desesperación donde todos, o la gran mayoría, buscan cambiar su vida haciendo exactamente lo mismo con la esperanza de lograr un giro radical a cambio de no invertir una gran cantidad de esfuerzo para tener otros resultados, una utopía moderna.
Al salir e ir caminando el espectáculo de caras de hastío es monumental, sin querer, uno se mimetiza y de forma gradual queda atrapado en una masa de personas silenciosas, donde cada quien habita su propio mundo; provocando una instantánea indiferencia hasta que alguien rompa la ilusión transgrediendo la rutinaria existencia de los demás.
Es una ciudad repleta de gente, y aún así queda espacio para la soledad, el abandono y el anonimato.
1 comentario:
Me identifico con este escrito.
Felicidades!!! Que buen texto.
Publicar un comentario